sábado, 18 de abril de 2009

SAN FRANCISCO DE ASIS


SAN FRANCISCO DE ASIS
(1182-1226)

Giovanni Francesco Bernardone nació en Asís (Italia) en 1182, en el seno de una acaudalada familia. Durante su juventud llevó una vida mundana y despreocupada, su padre tenía uno de los mejores almacenes de telas en la ciudad y al muchacho le sobraba el dinero. Los negocios y el estudio no le llamaban la atención. Pero tenía la cualidad de no negar un favor o una ayuda a un pobre siempre que pudiera hacerlo.

Tenía veinte años cuando hubo una guerra entre Asís y la ciudad de Perugia. Francisco salió a combatir por su ciudad, y cayó prisionero de los enemigos. La prisión duró un año, tiempo que él aprovechó para meditar y pensar seriamente en la vida.

Al salir de la prisión se incorporó otra vez en el ejército. Se compró una armadura sumamente elegante y el mejor caballo que encontró. Pero por el camino se le presentó un pobre militar que no tenía con qué comprar armadura ni caballería y Francisco, conmovido, cambió su rico vestido por los del caballero pobre. Esa noche en sueños vio que le presentaban en cambio de lo que había obsequiado, unas armaduras mejores para enfrentarse a los enemigos del espíritu.

Francisco no llegó al campo de batalla porque enfermó y en plena enfermedad oyó una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al siervo". Entonces vuelve a su ciudad y al principio continúa viviendo de la misma forma, pero tomándolo todo menos a la ligera, esto no pasó desapercibido por sus conocidos y al verle distinto decían que era porque estaba enamorado, el contestaba: “Sí, voy a casarme con la más bella y más noble de todas”, Francisco ya sentía que se estaba enamorando de la pobreza, por lo cuál iba creciendo en el la necesidad de desprenderse de todos sus bienes y darlos a los pobres.

Mientras Francisco tanteaba fervorosamente la voluntad de Dios, cierto día se encontró por el campo a un leproso lleno de llagas cuya vista le provocó horror. Pero, recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo, se acercó al leproso y le besó las llagas. Desde aquel día empezó a visitar a los enfermos en los hospitales y a los pobres. Y les regalaba cuanto llevaba consigo.
Un día al pasear junto a la iglesia de San Damián, que amenazaba ruina, entró en ella movido por el Espíritu, a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado y con los ojos arrasados en lágrimas, escuchó una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!» Él creyó que Jesús le mandaba arreglar las paredes físicas de la iglesia, así que fue a su casa, vendió su caballo y una buena cantidad de telas del almacén de su padre y le trajo el dinero al Padre Capellán de San Damián, pidiéndole que lo dejara quedarse allí ayudándole a reparar la iglesia.

El sacerdote le dijo que aceptaba que se quedara allí, pero el dinero no lo aceptó, pues temía la dura reacción que tendría el padre de Francisco. Nuestro santo dejó el dinero en una ventana, y al saber que su padre enfurecido venía a castigarlo, se escondió prudentemente.

Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la población. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente, le puso grillos en los pies y le encerró en una habitación, Francisco tenía entonces 25 años. Su madre se encargó de ponerle en libertad cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián.

Pedro Bernardone demandó a su hijo Francisco ante el obispo, lo desheredó y le exigió que devolviera el dinero de las telas que había vendido. Cuando recuperó su padre dicho dinero, Francisco también le entregó su camisa, su saco y su manto, diciéndole: "hasta ahora he sido el hijo de Pedro Bernardote, de hoy en adelante podré decir: Padre nuestro que estás en los cielos".

El obispo regaló a Francisco un viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la limosna con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso. Ese será después el hábito de sus religiosos, el vestido de un campesino pobre.

Se fue por los campos orando y cantando. Unos bandoleros lo encontraron y le dijeron: "¿Usted quién es? – Él respondió: - Yo soy el heraldo del Gran Rey". Los otros no entendieron qué les quería decir con esto y le dieron una paliza. Él prosiguió después lo mismo de contento, cantando y alabando a Dios.

Después volvió a Asís a dedicarse a levantar y reconstruir la iglesita de San Damián y para ello empezó a recorrer las calles pidiendo limosna. La gente que antes lo había visto rico y elegante y ahora lo encontraba pidiendo limosna y vestido tan pobremente, se burlaba de él. Pero consiguió con qué reconstruir el pequeño templo. Francisco también emprendió un trabajo semejante con la antigua iglesia de San Pedro y después llegó a una capillita erigida en honor de Nuestra Señora de los Ángeles, los lugareños la conocían como Porciúncula, se encontraba en una llanura como a 4 km de Asís, abandonada y casi en ruinas, a Francisco le agradó la tranquilidad del lugar, la reparó y fijó en ella su residencia.

Finalmente el cielo le mostró lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San Matías del año 1209, fue por medio del evangelio de ese día que dice así: "Vayan a proclamar que el Reino de los cielos está cerca. No lleven dinero ni sandalias, ni doble vestido para cambiarse. Gratis han recibido, den también gratuitamente". Francisco tomó esto a la letra y se propuso dedicarse al apostolado, pero en medio de la pobreza más estricta.

Cuenta San Buenaventura que se encontró con el santo un hombre a quien un cáncer le había desfigurado horriblemente la cara, intentó arrodillarse a sus pies, pero Francisco se lo impidió, le dio un beso en la cara y el enfermo quedó instantáneamente curado. La gente decía: "No se sabe qué admirar más, si el beso o el milagro".

El primero que se le unió en su vida de apostolado fue Bernardo de Quintavalle, rico comerciante de Asís que invitaba con frecuencia a Francisco a su casa, donde tuvo oportunidad de darse cuenta que el santo empleaba muchas horas de la noche en oración, así que vende todos sus bienes, dándole todo a los pobres y le pide a Francisco que lo admita como su discípulo, El segundo compañero fue Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís. El tercero, fue Fray Gil, célebre por su sencillez.

Cuando ya Francisco tenía 12 compañeros escribió con palabras sencillas una pequeña forma de vida o regla, en la que puso como fundamento inquebrantable la observancia del santo Evangelio, e insertó otras pocas cosas que parecían necesarias para un modo uniforme de vida y se fueron a Roma a pedirle al Papa que aprobara su comunidad. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba.

En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el evangelio". Al oír tales consideraciones, volvióse al pobre de Cristo el sucesor del apóstol Pedro y le dijo: «Ruega, hijo, a Cristo que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos».

Se retiraron de la presencia papal Francisco y los suyos, y el santo, entregado a la oración, llegó al conocimiento de lo que debía decirle al papa. Y en efecto, cuando se presentaron de nuevo al sumo pontífice, Francisco le narró la parábola de un rey rico que se complació en casarse con una mujer hermosa pero pobre, de la que tuvo muchos hijos, añadiendo su interpretación: «No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno...». Escuchó con gran atención el Vicario de Cristo esta parábola y su interpretación, quedando profundamente admirado; y reconoció que, sin duda alguna, Cristo había hablado por boca de aquel hombre.

Además, el Sumo Pontífice había visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y a un pobrecito que con su hombro lo impedía, era Francisco, del cuál el Papa se refirió así: «Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo».

Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula, propiedad de los benedictinos.

En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, pero el santo se negó a aceptar la propiedad y sólo la admitió prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de Asís.

La pequeña orden alababa fervorosamente a Dios en y por todas las criaturas, honraban con especial reverencia a los sacerdotes, creían y confesaban firmemente y con sencillez las verdades de la fe tal y como sostiene y enseña la Santa Iglesia Romana. Estaban siempre prontos a servir a todos, especialmente a los leprosos y menesterosos.

Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajó suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen dinero.
Francisco tenía la rara cualidad de hacerse querer de los animales. Las golondrinas le seguían en bandadas y formaban una cruz, por encima de donde él predicaba. Cuando estaba solo en el monte una mirla venía a despertarlo con su canto cuando era la hora de la oración de la medianoche. Pero si el santo estaba enfermo, el animalito no lo despertaba. Un conejito lo siguió por algún tiempo, con gran cariño.

Dicen que un lobo feroz le obedeció cuando el santo le pidió que dejara de atacar a la gente.

San Francisco de Asís, era un verdadero poeta y le encantaba recorrer los campos cantando bellas canciones, compuso un himno a las criaturas, en el cual alaba a Dios por el sol y la luna, la tierra y las estrellas, el fuego y el viento, el agua y la vegetación. Le agradaba mucho cantarlo y hacerlo aprender a los demás y poco antes de morir hizo que sus amigos lo cantaran en su presencia. Su saludo era "Paz y bien".

Desde Santa María de la Porciúncula, recorrían las ciudades y aldeas anunciando el reino de Dios. invitando a la gente a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". Numerosas personas, inflamadas por el fuego de su predicación, se convertían al Señor. Muchas doncellas, entre las cuales destaca Clara, se consagraban a Dios en perpetuo celibato. Asimismo, hombres de toda clase y condición renunciaban a las vanidades del mundo y se alistaban para seguir las huellas de Francisco, aumentando prodigiosamente el número de los hermanos.

Los seguidores de San Francisco llegaron a ser tan numerosos, que en el año 1219, en una reunión general llamada "El Capítulo de las esteras", se reunieron en Asís más de cinco mil franciscanos. Al santo le emocionaba mucho ver que en todas partes aparecían vocaciones y que de las más diversas regiones le pedían que les enviara sus discípulos tan fervorosos a que predicaran.
Dispuso ir a Egipto a evangelizar al sultán y a los mahometanos. Pero ni el jefe musulmán ni sus fanáticos seguidores quisieron aceptar sus mensajes. Entonces se fue a Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa.

Tres años antes de su muerte, o sea, en 1223, se dispuso Francisco a celebrar con la mayor solemnidad posible, la memoria del nacimiento del niño Jesús, a fin de excitar la devoción de los fieles. Hizo preparar un pesebre con el heno y mandó traer al lugar un buey y un asno. El varón de Dios estaba lleno de piedad ante el pesebre, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón inundado de gozo.

Todo esto lo presenció un caballero virtuoso y amante de la verdad, el señor Juan de Greccio, quien por su amor a Cristo había abandonado la milicia terrena y profesaba al varón de Dios una entrañable amistad. Aseguró este caballero haber visto dormido en el pesebre a un niño extraordinariamente hermoso, al que, estrechando entre sus brazos el bienaventurado Francisco, parecía querer despertarlo del sueño.

Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224, el santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los estigmas. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba medias y zapatos. Se le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra.

Por las calientísimas arenas del desierto de Egipto se enfermó de los ojos y cuando murió estaba casi completamente ciego. Su salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el "Cántico del hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo.

El 4 de octubre de 1226, acostado en el duro suelo, cubierto con un hábito que le habían prestado de limosna, y pidiendo a sus seguidores que se amen siempre como Cristo los ha amado, murió como había vivido: lleno de alegría, de paz y de amor a Dios.

Cuando apenas habían transcurrido dos años después de su muerte, el Sumo Pontífice lo declaró santo y en todos los países de la tierra se venera y se admira a este hombre sencillo y bueno que pasó por el mundo enseñando a amar la naturaleza y a vivir desprendido de los bienes materiales y sobre todo enamorados de nuestro buen Dios.

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